LA CONFORMACIÓN DE LA CULTURA HELENÍSTICA.

Alejandro Magno no había conquistado aún la totalidad del imperio de Darío. Muchos de los griegos alistados para combatir a los persas volvieron a su patria, mientras que él continuó con nuevas tropas alistadas su avance hacia la India, cruzando el río Indo en el 326 y deteniéndose recién en el Ganges. Las tropas nunca dejaron de obedecerle; solamente se negaron a atravesar una zona desierta entre el Indo y el Ganges. Muchos murieron en esas regiones durante las luchas y a causa de las inclemencias del clima. Se puede decir que al regreso su ejército, cada vez más reducido, había llegado en todo sentido al límite de lo posible.

Para entonces ya habían aparecido manifestaciones claras de su intención de ser adorado como un dios: Alejandro arregló con los sofistas griegos, cuyo jefe era Anaxarco, y con los sofistas persas y medos de más alta jerarquía, que Anaxarco iniciaría la conversación mientras todos bebieran y, apoyado por los antedichos, sostendría que Alejandro poseía mayor derecho a la divinidad que Hércules o Baco, porque Baco era tebano, y este pueblo de ningún modo se podía comparar con el macedonio; Hércules era un heleno, pero su mayor gloria era que Alejandro descendía de él, y por consiguiente los macedonios debían, con más razón y justicia, atribuir honores divinos a su rey que los tebanos a Baco o los helenos a Hércules. Indudablemente, después de su muerte sería adorado por su pueblo como un dios; mejor sería adorarlo igualmente durante su existencia, porque después de su muerte no podría gozar de ningún honor ofrecido por mortales (Arriano, Expediciones de Alejandro IV,10).

Acabando de hablar este adulador, el historiador Calístenes, sobrino del filósofo Aristóteles, hizo saber al soberbio rey que ni él ni ningún mortal podían usurpar a los dioses su gloria pretendiendo ser adorados. Esta negativa de adoración le costaría al historiador el inicio de un proceso en su contra y finalmente la muerte. Sin embargo había sido más lamentable la ejecución sumaria de un amigo muy cercano en el curso de una borrachera. Clito, un general que le había salvado la vida en la batalla del Gránico, sin control a causa de su ebriedad, había refutado la pretensión del rey de considerarse digno de adoración echando en cara el alto costo de su gloria: a la sangre de los macedonios y a estas heridas debes el haberte elevado a tal altura, que te das por hijo de Amón, renunciando a Filipo (citado por Plutarco en su Vida de Alejandro). Después de la intervención de algunos presentes de retirarlo del comedor para evitar la furia del rey, el desafortunado Clito volvió por otra puerta tambaleándose y recitando burlonamente unos versos de la tragedia Andrómaca, de Eurípides: ¡Ay! Marchan mal los asuntos de Grecia. Los trofeos conmemoran las victorias. Y los hombres no elogian a quienes consumaron las hazañas, sino sólo a aquel que gobernó a los humildes. Alejandro, también borracho, arrebató de inmediato la lanza de uno de los guardias e hizo blanco en el pecho de su general, que murió en el acto. Su ira se cambió, sin más, en desconsuelo. Desde entonces comenzó el descontento entre sus tropas.

La vanidad de esa gloria podía verla mucho más claramente el que por mucho tiempo sería, tal vez, el último profeta de Israel. No conocemos su nombre porque sus oráculos fueron inscriptos en la sección de los Doce correspondiente a Zacarías. El profeta interpretó como un castigo de YHWH a causa de sus pecados la suerte corrida por los vecinos paganos de Israel: "La palabra de Jehová, en el país de Jadrak y en Damasco, su reposo; porque de Jehová es la fuente de Aram, como todas las tribus de Israel; y también Jamat que está en su frontera, y Sidón, la que es tan sabia. Se ha construido Tiro una fortaleza, ha amontonado plata como polvo y oro como barro de las calles. He aquí que el Señor va a apoderarse de ello: hundirá en el mar su poderío, y ella misma será devorada por el fuego. Ascalón lo verá y temerá, Gaza también, y se retorcerá de dolor Ecrón, pues su esperanza ha fracasado; desaparecerá de Gaza el rey, Ascalón no será ya habitada, y un bastardo habitará en Asdod... Yo acamparé junto a mi Casa como guardia contra quien va y quien viene; y no pasará más opresor sobre ellos, porque ahora miro yo mis ojos" (Zac 9:1-8).

A nadie se le podía escapar que la descripción de profeta se ajustaba al recorrido de la campaña de Alejandro a partir del 333. Y muchos podrían interpretar la seguridad referida de Jerusalén como una situación mesiánica. Sin embargo el profeta se preocupó por dejar en claro que el Mesías no era ese rey arrogante que los judíos habían visto montado sobre Bucéfalo, el legendario caballo que ningún otro había logrado domar antes de Alejandro. El Mesías de Israel ingresaría algún día en Jerusalén de un modo muy distinto:"¡Alégrate mucho hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, en un burrito, cría de asna. Él suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; el arco de guerra será suprimido y proclamará la paz a las naciones (Zac 9:9-10).

Según la información de Josefo, los judíos en Jerusalén no sólo habían sido tratados bien por Alejandro, sino que de buen gusto se habían enrolado en su ejército bajo la condición de continuar bajo las leyes de sus antepasados y vivir de acuerdo a ellas (Antigüedades XI,329ss). No se sabe hasta qué punto pudo llegar la admiración o la colaboración de los judíos y de sus autoridades con respecto a Alejandro, pero sí conocemos la desilusión e indignación del profeta con respecto a las actitudes asumidas por sus compatriotas. A través de una metáfora expresó el desprecio que Jehová mismo sufría de parte de su pueblo: Yo les dije: "Si les parece bien, pagadme mi salario; y si no, dejadlo". Ellos pesaron mi salario: treinta monedas de plata. Pero Jehová me dijo: "¡Échalo al tesoro, ese lindo precio en que me han cotizado!" (Zac 11:12-13). De acuerdo a esta cotización Jehová no valdría para el pueblo más que lo que se pagaba por un esclavo (Ex 21:32). El futuro reservado para ese pueblo ingrato no sería otro que el abandono en manos de dirigentes que buscaran únicamente su propio interés: "He aquí que yo voy a suscitar en esta tierra un pastor que no hará caso de la oveja perdida, ni buscará a la extraviada, ni curará a la herida, ni se ocupará de la sana, sino que comerá la carne de la engordada, y hasta las uñas les arrancará" (Zac 11:16).

El nuevo señor del Oriente fue asimilando las tradiciones persas, llegando a usar sus vestidos y a tomar como esposa en 324 a Roxana, una noble persa. Su intención era la de unificar a los griegos y a los persas que integraban su extenso imperio. A la vez soñaba ya con una campaña dirigida hacia Occidente, más allá de los dominios griegos de Sicilia, con una flota de 1000 barcos. Nada de eso pudo concretarse porque la muerte lo sorprendió en 323 en Babilonia. La fiebre, el agotamiento y las secuelas de sus excesos de bebida terminaron con la vida de este joven rey de 32 años.

A lo largo de sus 18.000 km de dominio, a través de las 70 ciudades por él fundadas, Alejandro había difundido de un modo sistemático, para la unificación de su imperio, aquella cultura que durante el siglo anterior había alcanzado su mayor esplendor en las ciudades griegas. Esa síntesis de lo griego y lo oriental dio origen al helenismo, que transformó la lengua de los filósofos y literatos de Atenas en el idioma común, el griego Koiné, de todo el oriente. Pero, además, impuso un nuevo modo de vida, marcado por la arquitectura de los templos, palacios, teatros y gimnasios; una nueva forma de educación y el fomento de la producción literaria, filosófica, histórica y geográfica; y finalmente una religiosidad pagana que fue buscando cada vez más universalidad en todo el cauce del Mediterráneo.

La falta de un heredero con el carisma de Alejandro llevó en muy poco tiempo al desmoronamiento de su imperio y a la división de los territorios entre sus sucesores: Antígono obtuvo Asia; Seleuco, Babilonia; y de las otras naciones que había, Lisímaco gobernó el Helesponto, y Casandro se quedó con Macedonia; mientras que Ptolomeo, hijo de Lagos, arrebató Egipto. Y mientras estos príncipes pelearon ambiciosamente uno contra otro, cada uno por su propia supremacía, sucedió que hubo contínuas guerras. Y las ciudades tuvieron que sufrir y perdieron gran cantidad de sus habitantes en estos tiempos, a tal punto que toda Siria padeció por medio de Tolomeo, hijo de Lagos, lo contrario de lo sugerido por aquel nombre de Salvador que él entonces tenía. Él también se apoderó de Jerusalén haciendo uso del engaño y la traición; porque él entró en la ciudad el día sábado, como si fuera a ofrecer un sacrificio, y sin ningún problema pudo ganar la ciudad ya que los judíos no se le opusieron por no sospechar de él como enemigo (Josefo, Antigüedades XII,1-6).

Tal vez en ese tiempo de amargura pudo proclamarse la misteriosa profecía que señalaba al mismo Jehová alcanzado por la herida infligida a su pueblo: "Aquel día me dispondré a destruir a todas las naciones que vengan contra Jerusalén; derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y oración; y mirarán hacia mí, a quien traspasaron. Ellos harán lamentación por él como lamentación por el hijo único, y lo llorarán amargamente como se llora amargamente a un primogénito" (Zac 12,9-10). Pero de ese costado traspasado finalmente brotaría una fuente tan fecunda como aquel río profetizado por Ezequiel que, saliendo del costado del Templo, ¡alcanzaba a resucitar al mismo Mar Muerto! (Ez 47:8-9): "Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza" (Zac 13,1).

Las conquistas de Alejandro Magno.

Las intrigas y rivalidades de los sátrapas siguieron desmoronando al imperio persa. Y mientras las principales ciudades griegas (Atenas, Esparta y Tebas) continuaban las guerras entre sí, Filipo se convertía en rey de Macedonia en 356, haciendo que este pueblo semibárbaro del noroeste del mar Egeo se constituyera como un verdadero estado. Años más tarde su hijo Alejandro recordaría esta notable transformación a sus soldados: Cuando mi padre llegó a ser vuestro rey, todos erais pobres; andabais errantes vestidos de pieles de fieras y guardabais los carneros en las montañas o combatíais miserablemente para defender vuestros ganados contra los ilirios, los tracios y los tribalos. Mi padre os dio el uniforme de soldado, os hizo bajar a la llanura y os enseñó a combatir a los bárbaros con armas iguales (Arriano, Expediciones de Alejandro VII,9).

En 338, después de haber sometido a las ciudades griegas de la costa, Filipo arremetió contra el sur y venció a Tebas y a Atenas, quedando toda Grecia bajo su dominio. Fue entonces cuando anunció una guerra total de Grecia contra Persia. Pero el proyecto debió esperar, porque Filipo fue asesinado y su hijo Alejandro debió imponerse nuevamente sobre los griegos.
En 334, con apenas 20 años de edad, el hijo de Filipo se dirigió a Asia por el norte, rindió culto a Aquiles y a los demás héroes homéricos en Troya y derrotó a un ejército persa numéricamente superior en el río Gránico. Durante dos años sometió los territorios de Asia menor hasta encontrarse con el mismo rey Darío III en Isos, en la costa noreste del Mediterráneo. En ese lugar la matanza de persas fue espantosa y la mayor parte del séquito del rey pereció; Darío, sin embargo, alcanzó a huir. El número de bajas producidas en un solo día no sería alcanzado en la historia hasta la batalla del Somne en 1916: 110.000 persas murieron, mientras que los macedonios muertos fueron 302 y 4000 los heridos.

Con este triunfo se abrían ante Alejandro las puertas de Oriente. En seguida se pudo apoderar de Damasco, pero en lugar de adentrarse camino a Persia se dirigió al sur para adueñarse de la costa mediterránea y de Egipto. La ciudad fenicia de Tiro le opuso resistencia durante varios meses, durante los cuales Alejandro fue invitando a la obediencia a las ciudades del país de Samaría y de Judá. En esa ocasión, según el historiador judío Flavio Josefo, envió una carta al sumo sacerdote judío, pidiendo que le enviara algunos auxiliares y provisiones para su ejército, y avisándole que el tributo que antes enviaba a Darío ahora se lo enviara a él y eligiera la amistad con los macedonios, y nunca se arrepentiría de eso (Antigüedades de los judíos XI,306). Sin embargo el sumo sacerdote de Jerusalén le negó ayuda para el asedio por fidelidad al juramento de alianza debido al rey Darío. Alejandro amenazó con tomar represalias para enseñar a todos los hombres a quién bebían guardar juramento. Los samaritanos, en cambio, le enviaron la ayuda solicitada.

Tiro cayó después de siete meses, en el 332, y fue destruida. Gaza también resistió encarnizadamente y durante la ofensiva comandada por él mismo el joven rey macedonio casi pierde la vida. Dos meses después también fue destruida. Según Josefo, Alejandro recordó entonces la cuestión pendiente con el sumo sacerdote Yaddua y se dirigió a Jerusalén, a sólo tres días de marcha. El sacerdote aterrorizado salió a recibir al conquistador en procesión con todo el pueblo vestido de blanco, y él vestido de púrpura y escarlata. Al verlos de lejos, el rey se adelantó y se postró delante del sumo sacerdote que en su tiara llevaba una placa de oro con el Nombre divino. Interrogado por un oficial por qué el rey se postraba ante el sacerdote de los judíos, Alejandro respondió: Yo no lo adoré a él, sino a aquel Dios que lo ha honrado con el sumo sacerdocio; pues yo vi a esta misma persona en un sueño, con este mismo hábito, cuando yo estaba en Dion en Macedonia, el cual, cuando yo estaba considerando cómo podría obtener el dominio de Asia, me exhortó a no demorarme, sino que valientemente pasara el mar, pues él guiaría a mi ejército y me daría el dominio sobre los persas (Antig. XI,308).
Y entrando a la ciudad Alejandro habría ofrecido el sacrificio en el Templo bajo las indicaciones del sumo sacerdote. La narración es obviamente legendaria, más allá de las humildes actitudes difíciles de creer respecto al engreído conquistador, por el hecho de que una semana después de tomar Gaza Alejandro se encontraba ya en el límite con Egipto.

La narración de Josefo es igualmente significativa, porque muestra que Judá conservó el mismo status jurídico que durante la dominación persa: seguía formando parte de la provincia de Siria, pagando el mismo tributo, gozando de la misma tolerancia religiosa y con el mismo predominio de las autoridades religiosas en la vida de la ciudad y del territorio entero.
El encuentro de Alejandro con las autoridades religiosas judías debió ser un hecho real, que se puede concluir tanto a partir de la situación de este modo establecida, como también a partir de algunos relatos registrados en el Talmud: Diez preguntas planteó Alejandro a los sabios de Judá: ¿Qué distancia es mayor, del cielo a la tierra, o de oriente a occidente? -De oriente a occidente. ¿Qué fue creado antes, el cielo o la tierra? -El cielo, porque está escrito: En el principio creó Dios el cielo y la tierra. ¿Qué fue creado antes, la luz o la oscuridad? -No hay respuesta (Aunque podían haberle dicho que primero fue creada la oscuridad, porque está escrito que todo era caos y oscuridad y luego fue creada la luz. Pero temían que siguiera interrogando en temas más profundos acerca de la creación, y está prohibido discutir estos temas públicamente). ¿Quién es sabio? -El que prevé el futuro. ¿Quién es valiente? -El que domina sus instintos. ¿Quién es rico? -El que está satisfecho con lo que tiene. ¿Qué debe hacer el hombre para vivir? -Mortificarse. ¿Qué debe hacer el hombre para morir? -Vivir placenteramente. ¿Qué debe hacer el hombre para lograr la simpatía de los demás? -Alejarse del poder. ¿Quién de vosotros es el más sabio? -Todos lo somos por igual, ya que nuestras respuestas fueron unánimes (Tamid 31-32). Estas respuestas a la vez sencillas, valientes y paradójicas, habrían dejado tan sorprendido al conquistador como años antes lo había hecho el simpático encuentro en Corinto con el filósofo cínico Diógenes: Se hallaba casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro. Éste lo saludó, y al preguntarle en seguida si se le ofrecía alguna cosa, respondió: "muy poco, que te quites del sol". Se dice que Alejandro quedó tan admirado de semejante elevación y grandeza de alma que, cuando habiéndose retirado de allí los acompañantes comenzaron a reírse y burlarse, él les dijo: "Pues yo, de no ser Alejandro, de buena gana sería Diógenes" (Plutarco, vida de Alejandro).

El proceder de Alejandro no se inspiró ciertamente en los consejos de estos sabios, ya que cada nuevo triunfo fue aumentando la soberbia de su corazón. Egipto, que había sido recuperado por Artajerjes III en 344, abrió sus puertas a los griegos sin resistencia, en medio de la alegría de los nativos que saludaron al joven rey como libertador. El gobernante persa le entregó la ciudad y la guarnición de Menfis sin combatir, y en el templo de Ptah Alejandro fue entronizado como Faraón siguiendo los antiguos ritos. Y mientras los persas adoradores de Ahura Mazda habían prohibido las creencias egipcias en que intervenían animales y reptiles, insoportables para aquellos seguidores del credo tan espiritual de Zoroastro, Alejandro con mucha habilidad restauró el culto a los antiguos dioses del Nilo.

Conciente de que tan pronto como partiera para continuar la guerra contra Darío Egipto sería su territorio más expuesto a un ataque y el más difícil de defender, Alejandro decidió fundar un puerto que sirviera a la vez de poderosa base naval y de importante plataforma comercial para exportar su rica producción. El lugar asignado fue al oeste del delta del Nilo, y el nombre elegido no pudo ser otro que el de su fundador: Alejandría. El conquistador tomó parte activa en el diseño y designó la posición del mercado y de los templos; además ordenó como Faraón la construcción de un templo dedicado a Isis. En una inscripción sobre piedra colocada en la muralla se lee: Fortaleza del rey del Alto y Bajo Egipto, Alexandros, en la costa del mar de los Jonios. Racotis fue su nombre anteriormente. La permanencia en la tierra de los faraones fue modelando en su orgulloso corazón la imagen apoteótica que él mismo se encargaría de fomentar en los años siguientes.

La divinización de Alejandro apenas estaba comenzando, porque después de atravesar el Eufrates y el Tigris, derrotó definitivamente al ejército de Darío en Gaugamela, cerca de la antigua Nínive. La batalla debió ser encarnizada, en cuanto que los persas superaban a los griegos en una proporción de 10 a 1 y contaban con carros con guadañas en sus ruedas y con elefantes. El furioso ataque comandado por el mismo Alejandro contra el sector en que había visto a Darío, fuertemente defendido detrás de varias filas, desbarató a la inmensa masa persa y puso en fuga al gran Rey: Los esforzados y valientes, muriendo al lado del Rey, y cayendo uno sobre otros, eran estorbo para el alcance, aferrándose aún en esta disposición a los hombres y a los caballos. Darío, viendo a sus ojos tantos peligros, y que venían sobre él todas sus tropas que tenía delante, como no era fácil hacer salir por algún lado su carro, sino que las ruedas estaban atascadas con tantos caídos, y los caballos, detenidos y casi cubiertos con tal muchedumbre de cadáveres, abandonó el carro y las armas, y montando, según dicen, en una yegua recién parida, dio a huir (Plutarco, vida de Alejandro).

A partir de allí pudo tomar Babilonia y llegar hasta Persépolis. Los tesoros encontrados allí, incluido el botín capturado a Atenas 150 años antes, eran inmensos y se necesitó de caravanas interminables para conducirlos a Grecia. Darío no estaba allí, pero Alejandro quemó el palacio de Jerjes en venganza por la destrucción de Atenas perpetrada durante la segunda guerra médica. La caravana de Darío fue alcanzada más tarde por el mismo Alejandro en el noreste de Persia. El rey de Macedonia se encontró con el cadáver del gran Rey, asesinado por su propia guardia en el instante en que los caballos griegos habían sido avistados. Su cuerpo fue sepultado en Persépolis con todos los honores.

Surgimiento del judaísmo helenístico.

Por más que en todo el mundo se fuera construyendo una nueva cultura, en el país de Judá Ptolomeo mantuvo el estatuto legal establecido por Esdras, porque lo realmente importante para él era el cumplimiento del pago de los tributos asignados a ese territorio. Es decir, que el único cambio que los judíos debieron asimilar en relación con la autoridad extranjera fue un cambio de cobrador de impuestos. Reconociendo al gobierno teocrático de los judíos el nuevo soberano egipcio hacía de Jerusalén y sus alrededores una circunscripción del Templo a cargo del sumo sacerdote, quien sería el responsable del pago del tributo. A partir de este hecho las familias sacerdotales se disputarán ávidamente el sumo sacerdocio.

Los deportados en el 312 por Ptolomeo Soter (gr. Salvador) fueron distribuidos en las guarniciones militares y también en Alejandría. Un escritor judío de Alejandría escribirá 350 años más tarde: Existen cuatro barrios en la ciudad, a los que se designa con las cuatro primeras letras del alfabeto. Dos de estos barrios se llaman barrios judíos, debido a que en ellos habitan un gran número de judíos; pero son muchos los que habitan igualmente en los otros barrios, por todos los sitios (Filón de Alejandría, Contra Flaco 55). Y el mismo le informará al emperador Calígula que las sinagogas eran muchas en todos los barrios de la ciudad (Delegación a Cayo 132). La misma designación de la casa de culto como sinagoga muestra la influencia griega sobre los judíos, puesto que el término syn-agogê (gr. congregación) comenzó a suplantar como equivalente al vocablo hebreo kneset.

Según Josefo las comunidades judía de la ciudad gozaron de ventajas jurídicas similares a las que tenían los habitantes de origen griego (Antig. XII,9). De ahí se entiende que los judíos hayan podido conseguir una notable integración en el ambiente cultural helénico, manifestada en el uso del griego como lengua propia e incluso en la adopción de nombres helénicos por parte de muchos de ellos. Así por ejemplo, Matthatías (hebr. don de Jehová) se convertía en Theodotos.

Hasta asumieron una institución tan empapada de recuerdos mitológicos y de literatura épica como era la vida atlética. La gymnasía (gr. gymnós = desnudo) era el elemento que mejor permitía a los jóvenes judíos la apertura a la cultura helenística, como lo recomendaría después el judío Filón: Los padres hacen un gran servicio a los hijos, a sus cuerpos, llevándolos al gimnasio y haciéndoles practicar ejercicios físicos que les permiten adquirir el vigor, la salud y la elegancia, el equilibrio y la gracia necesarias a todo movimiento y actitud; y a sus almas, iniciándolas en la gramática y en la aritmética, en la geometría y en la música, así como en el conjunto de la filosofía que sirve para elevar a las alturas el espíritu, inmerso en el cuerpo mortal, acompañándolas hasta el cielo donde le muestra las criaturas que gozan de la dicha y de la felicidad, provocando en ellas una ardiente pasión por este orden inmutable y armónico, del que este ejército, sometido a las órdenes de su jefe, no se separa jamás (Sobre las Leyes específicas II,230).

Otra obra emprendida por estos judíos helenizantes fue la traducción al griego de su Escritura Sagrada, del mismo modo como en Judá se traducía el mismo texto al arameo para la comprensión de las mayorías que ignoraban ya el hebreo. El trabajo comenzó, obviamente por la Ley, cuyos cinco libros fueron denominados ya no por sus primeras palabras, sino mediante nombres griegos que explicaran en cierto modo su contenido: Génesis (el Origen), Exodo (la Salida), Levítikon (sobre los Levitas), Arithmoi (los Números), Deuteronomion (la Segunda Ley). Pero al continuar con los Profetas, asociaron los Profetas menores y la obra del Cronista a los Cinco libros de la Ley, formando un conjunto que llamaron Pentateukhós y Libros históricos. Con esta agrupación, lamentablemente, cambiaron la óptica original que les habían dado los redactores hebreos. El resto de los escritos integraban la segunda parte que llamaron Libros poéticos y proféticos. A partir de una tradición que refería que 70 escribas habían realizado la traducción, a esta traducción se la llamó los LXX. Y debido a que estos Escritos sagrados eran los libros por excelencia, se comenzó a denominarlos sin más los Libros (gr. ta Biblía).

La vida moderna que rodeaba a los judíos de Alejandría comenzó a envolver también a los habitantes de Judá, sobre todo a partir del reinado (283-246) de Ptolomeo II Filadelfos (gr. el que ama a sus hermanos). Sin prestar mucha atención a la montañosa y poco accesible Judá, el mayor interés del rey de Alejandría había recaído sobre la llanura costera y sobre el norte y la Transjordania (límite con los dominios de los sucesores de Seleuco). Allí reedificó las antiguas ciudades según los planos de las polis griegas y les dio nuevos nombres: al antiguo puerto de Akko (sobre el Mediterráneo) la llamó Ptolemaida, a la antigua Bet-Shean la llamó Escitópolis y a la antigua Rabbá de los ammonitas la llamó Filadelfia. La región entera sería conocida como Siro-Fenicia.

Ni bien abandonaba Judá, cualquier judío se encontraba inmediatamente en una ciudad helenizada llena de columnas y estatuas de mármol, en la que se hablaba griego, en la que había modernos edificios destinados al juego y al deporte al uso griego, como los teatros, las escuelas de atletas, los salones de baño y los templos. Era muy difícil no sentirse atraídos por esta forma nueva de convivencia y por esa nueva sabiduría adquirida mediante la filosofía. Mantenerse al margen de todo eso podría significar una permanencia en el subdesarrollo y la barbarie.

La helenización de las comunidades judías de Egipto debió influir en cierto modo en el cambio de actitud de Tolomeo II que, compensando la dura política de su padre, aceptó liberar a un gran número de judíos esclavos: No sólo liberaría a quienes habían sido capturados por su padre y su ejército, sino también a quienes estaban en su reino desde antes, y aquellos, si hubiera alguno, que hubiesen sido traídos después (Josefo, Antig. XII,28-33). Y así, la transformación verificada en los judíos dispersos en ese nuevo mundo pudo ser también un factor estimulante en la progresiva helenización del judaísmo palestinense. Pero, obviamente, este proceso no podía dejar de provocar divisiones. Pues, por un lado, algunos judíos pensaban que Israel debía adaptarse a esa nueva cultura si quería tener futuro, y dejar de estar condicionado por aquellas costumbres tan poco racionales, nacidas de un pasado primitivo y de ciertos tabúes. En esos tiempos ya resultaba ridículo negarse a representar a YHWH mediante imágenes tan bellas como las elaboradas por el arte griego; sólo las mentes supersticiosas podían aferrarse a un santuario completamente vacío. Pero, por otro lado, para muchos esas costumbres eran de origen divino y, aunque hacían a Israel distinto de las demás naciones y lo ponían al margen de ese mundo moderno, sin embargo lo constituían en el verdadero pueblo de Dios. Acomodarse a esa cultura unificadora del helenismo no sería otra cosa que una traición a Dios, a su propio pasado y al futuro reino esperado.

Una reacción contra el entusiasmo de los judíos helenizantes quedó registrada en un librito escrito bajo el pseudónimo de Qohélet: (hebr. el que habla en la asamblea; gr. ekklesiastés). El autor del libro, simulando ser Salomón, se preguntó sobre los problemas de la vida del hombre, y a ellos respondió con un llamativo pesimismo. Ni la riqueza, ni la felicidad, ni la sabiduría, ni los placeres pueden satisfacer al hombre. ¿Qué beneficios recibe el hombre por todo el esfuerzo que hace? El hombre que acumula riquezas las deja al morir y la sabiduría se acaba también: ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! ¡Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol? (1:2-3). También se planteó el problema de la retribución para llegar a la conclusión de que con la muerte se acababa todo: Todos van hacia el mismo lugar: todo viene del polvo y todo retorna al polvo. ¿Quién sabe si el aliento del hombre sube hacia lo alto, y si el aliento del animal baja a lo profundo de la tierra? Por eso, yo vi que lo único bueno para el hombre es alegrarse de sus obras, ya que esta es su parte: ¿Quién, en efecto, lo llevará a ver lo que habrá después de él? (3:20-22). Lo mejor es llevar una vida sencilla y disfrutar de eso: lo más conveniente es comer y beber y encontrar la felicidad en el esfuerzo que uno realiza bajo el sol, durante los contados días de vida que Dios concede a cada uno (5:17).

El sentir tanto malestar por todo fue el recurso del autor para aplacar un poco el entusiasmo excesivo de los jóvenes ante los logros del helenismo, que pueden alejarlo de una actitud religiosa hacia Dios: Una advertencia más, hijo mío: multiplicar los libros es una cosa interminable y estudiar demasiado deja el cuerpo exhausto. En conclusión: una vez oído todo esto teme a Jehová y observa sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre. Dios llevará a juicio todas las obras, aún lo que está escondido, sea bueno o malo (12:12-14).

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