EL PROFETA DEL FIN DE LOS TIEMPOS.
En la época de Jesús el antiguo profetismo se
había extinguido desde hacía tiempo en Israel. En
el lugar de la palabra viva del profeta se había introducido
la autoridad de los grandes profetas del pasado. Se fue haciendo
cada vez más común la convicción de que desde
la desaparición de los últimos profetas escritores
(Hageo, Zacarías y Malaquías), los cielos se habían
cerrado y el Espíritu se había extinguido. Esto
quería decir que había quedado interrumpida la comunicación
tradicional entre Dios y su pueblo y que no bajaba ya el Espíritu
para inspirar a los profetas. Una tradición del martirio
de Zacarías, fundada en 2 Cro 24:21 e incluida en el escrito
llamado Las vidas de los profetas (por el año 100 d.C.),
señalaba el momento en que habían finalizado las
revelaciones: Zacarías, de Jerusalén, hijo de Yodaé,
sacerdote, fue matado junto al altar,
por Joás el rey de Judá; la casa de David derramó
su sangre en el centro cerca del vestíbulo. Los sacerdotes
lo recogieron y lo sepultaron junto a su padre. Desde entonces,
hubo en el templo prodigios extraños: los sacerdotes no
pudieron ya ver en visión a los ángeles de Dios,
dar profecías desde el Santo de los Santos, ni echar suertes
para dar respuestas al pueblo tal como se había hecho hasta
entonces.
El don de la profecía se presentaba, entonces, cada vez más como un fenómeno que sólo reaparecería al final de los tiempos, y lo haría de una manera muy visible. La antigua profecía de Joel servía para animar esta esperanza: Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días (Joel 3:1-2). Por eso la aparición de Juan el Bautista podía ser considerada como un acontecimiento que manifestaba el fin: un profeta vivo había surgido nuevamente, como en los siglos anteriores. Su mismo bautismo pudo haber sido estimado como un gesto profético, como era el caso de las acciones simbólicas que habían acompañado la predicación de Jeremías, Isaías o Ezequiel.
Por aquel tiempo estaba también extendida la idea de
un único profeta: puesto que todos los profetas habían
anunciado, en el fondo, la misma verdad divina, no debía
haber más que un solo profeta que se venía encarnando
sucesivamente en distintos personajes históricos. Este
pensamiento aparece reflejado en el Evangelio de los Hebreos,
citado por Jerónimo en su comentario al libro de Isaías
(IV,11,2). El Espíritu Santo habría dicho a Jesús
durante su bautismo en el Jordán: Yo te he esperado en
todos los profetas, a fin de que tú vinieras y yo reposara
en ti. El Profeta aparecería al final de los tiempos
en su forma definitiva y plena, y la profecía llegaría
entonces a su término y cumplimiento.
Ese Profeta no era en la esperanza judía un desconocido, sino que tenía un rostro bien concreto. A partir de la profecía de Dt 18:15 se esperaba el regreso de Moisés: El Señor tu Dios, te suscitará de entre tus hermanos un profeta como yo. En cambio, según la profecía de Mal 3:23-24 (4,5) se creía que al final de los tiempos Elías restablecería la recta doctrina de la comunidad israelita: He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el día de YHWH, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que yo venga a herir la tierra de anatema. Las figuras del promulgador de la Alianza y del gran predicador de la conversión a ella eran las más adecuadas para que el Profeta se encarnara en su forma definitiva.
El Moisés esperado según Dt 18:15 realizaría milagros, restablecería la Ley y el culto verdadero en el pueblo y conduciría también a otros pueblos al conocimiento de Dios. Nuevamente moriría a los 120 años y se llamaría el Maestro o Ta'eb (restaurador). Así, según Jn 4:25 la samaritana del pozo de Jacob le aseguraba a Jesús: Cuando venga, nos lo explicará todo.
Los rasgos del profeta esperado se observan también
en el Maestro de Justicia, nombre que el Comentario de Habacuc
encontrado en Qumrán aplicaba a aquel que probablemente
habría sido el fundador de la secta de los esenios: al
Maestro de
justicia ha hecho conocer Dios todos los misterios de las palabras
de sus siervos los profetas (1QpHab VII,4).
Para resumir, el Profeta predicaría, revelaría
los últimos misterios y, sobre todo, restauraría
la revelación tal y como Dios la había dado en la
Ley de Moisés. Pero, a diferencia de los antiguos profetas,
su mensaje anunciaría el fin del mundo y su
llamada a la conversión sería la última oportunidad
de salvación de parte de Dios para los hombres.
LA APARICIÓN DE JUAN EL BAUTISTA.
Según todos los evangelios, la entrada en escena de
Juan el Bautista y su actividad precedieron la historia de Jesús.
Para la tradición cristiana primitiva había en ello
algo más que un simple recuerdo histórico. Si hablaba
del Bautista y de su movimiento
no era para aclarar el telón de fondo y los antecedentes
de la actividad de Jesús. Más bien, desde el comienzo
la tradición colocó al Bautista a la luz de la historia
de la salvación que Dios realizaba y él mismo pasó
a formar parte del Evangelio de Jesús el Mesías.
¿Qué sabemos de este hombre?
En los evangelios Juan aparece súbitamente, sin ninguna preparación. Ninguna historia de vocación, como en los antiguos profetas de Israel, precedía su intervención. Los narradores no se detuvieron en ningún detalle biográfico, en todo caso, ni Marcos ni Mateo ni Juan. Sólo Lucas llenó este hueco con un relato de su infancia. Allí se le atribuye a sus padres un linaje sacerdotal: Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel (Lc 1,5). Se podría explicar así la distancia que el bautismo por él administrado implicaba respecto de los sacrificios, ofrecidos para perdón de los pecados, como una ruptura expresa de un miembro del sacerdocio con las prácticas culturales del Templo de Jerusalén. Una actitud semejante mantenían los esenios de Qumrán: Envían ofrendas al Templo, pero no hacen allí sacrificios, ya que son diferentes las purificaciones que suelen practicar; por eso se abstienen de entrar en el Recinto común y realizan sus sacrificios entre ellos (Flavio Josefo, Antigüedades XVIII,17).
El mismo evangelista nos dejó dos referencias que permiten
señalar que con Juan reaparecía el antiguo profetismo.
En primer lugar, la visión que tuvo su padre en el Santuario,
experiencia que no se había dado desde los días
en que el profeta Zacarías
había sido martirizado en el Templo: Se le apareció
el Angel de Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso
(Lc 1:11). En segundo lugar, Lucas utilizó la fórmula
clásica de la Escritura para presentar los oráculos
de los profetas: fue dirigida
la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto
(3:2).
Lucas nos dejó también una preciosa indicación sobre la fecha de su entrada en escena: el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea (Lc 3,1), es decir, entre octubre del año 27 y septiembre del 28.
El lugar de su actividad no dejaba de ser significativo: la estepa del Jordán, en el amplio valle del sur. Porque desde los tiempos antiguos el desierto era el lugar al que se vinculaban las esperanzas finales de Israel ya que, según una antigua creencia, los últimos tiempos serían como el comienzo de la historia salvífica: ¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo (Is 43:19). Lejos del mundo profano, pero también lejos de los lugares del culto, Israel se preparaba, como en los tiempos del Éxodo, a la revelación de Dios. Allí había de predicar un nuevo profeta: Una voz clama: "En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios" (Is 40:3).
Si nos atenemos únicamente al testimonio que Josefo nos ofrece, no veremos en Juan más que un maestro de la virtud según el modelo helenístico: Exhortaba a los judíos a practicar la virtud, a actuar con justicia unos con otros y con piedad para con Dios, para estar unidos por un bautismo. Porque así seguramente es como el bautismo resultaría agradable a Dios, si servía no ya para hacerse absolver de ciertos pecados, sino para purificar el cuerpo después de que el alma había quedado previamente purificada por la justicia (Antigüedades XVIII,116ss). Tal presentación responde a la costumbre de Josefo de comparar a los grupos judíos con las escuelas filosóficas helenísticas en atención a la comprensión de sus lectores. Pero de este modo silenció totalmente los rasgos mesiánicos de la predicación del Bautista. Por otro lado era obvio tal silencio, pues a los romanos le disgustaba particularmente el pensamiento mesiánico judío, sobre todo a partir de la reciente guerra (66-73 d.C.).
A partir del testimonio de los evangelios queda claro que,
ante todo, Juan exhortaba a la conversión. Esta llamada
la dirigía a todos, porque ante aquel que iba a juzgar
al mundo de nada servía alegar pertenencia al pueblo de
Dios por herencia: Dad, pues, fruto digno de conversión,
y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos
por padre a
Abraham" (Mt 3:8-9). Se trataba, pues, de una abierta declaración
de guerra contra toda confianza presuntuosa en los méritos
de los antepasados. De esa manera atacaba la pretensión
de identificar pura y simplemente el pueblo de Dios con el Israel
visible. Y con un juego de palabras declaraba que Dios era libre
ante el hombre, incluso respecto a su propia promesa: porque os
digo que Dios puede de estas piedras (avanim) dar hijos (banim)
a Abraham.
La conversión por Juan exigida era algo más de
lo que nosotros entendemos como cambio de mentalidad. Era un acto
consistente en una puesta en marcha, un nuevo éxodo, un
alejarse del pasado vivido sin Dios para encaminarse hacia el
inminente reino de Dios. Implicaba un movimiento más amplio
que una renovación interior de tipo individual; significaba
la apertura ya desde entonces de un espacio en la existencia del
pueblo para un mundo nuevo suscitado por Dios. Y esto no admitía
demoras, porque ya está el hacha puesta a la raíz
de los árboles; y todo árbol que no dé buen
fruto será
cortado y arrojado al fuego (Mt 3:10). La urgencia de la conversión
por el planteada distinguía su mensaje respecto de las
demás expectativas apocalípticas de la época,
que desconocían la fecha exacta de la llegada del tiempo
final.
El resultado del juicio inminente sería la salvación
o la condenación de los hombres: Yo os bautizo con agua
para conversión; pero aquel que viene detrás de
mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle
las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo
y fuego (Mt 3:11). El fuego consumiría la paja inservible,
aquellas espigas sin grano, los
carentes de buenas obras; mientras que el Espíritu concedería
la salvación a los que presentaban frutos de conversión,
renovándolos totalmente en virtud del poder creador de
Dios.
Pero ¿Quién era ese más fuerte a quien
Juan atribuía la ejecución del juicio? Puesto que
el bautismo de fuego o de Espíritu implicaba salvar o condenar
definitivamente, esas funciones no serían realizadas por
una persona terrena, sino celestial. Para eso cabían dos
posibilidades: Dios en persona o el apocalíptico Hijo del
hombre anunciado en el libro de Daniel: Y he aquí que en
las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió
hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se
le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y
lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio
eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido
jamás (7:13-14).
JUAN Y LOS ESENIOS.
El bautismo conferido por Juan, no puede ser comparado con
el bautismo que acompañaba a la circuncisión en
la ceremonia de iniciación de los paganos al judaísmo,
porque de ningún modo Juan consideraba a sus oyentes judíos
como si fuesen paganos.
Es más acertado asemejarlo a ciertos ritos practicados
por las comunidades judías marginales de Palestina y de
Siria durante los primeros siglos. Tal sería el caso de
los esenios, conocidos a partir de los testimonios de Plinio el
Viejo, de Filón de
Alejandría y de Flavio Josefo, de su propia producción
literaria y de los vestigios arqueológicos conservados
en Qumrán. Plinio el Viejo los ubicó al oeste del
Mar Muerto, a cierta distancia de la costa: Pueblo solitario,
el más extraordinario que
exista; sin mujeres, sin hijos, sin dinero, viven en la soledad
del desierto. Pero se renuevan continuamente, y los adeptos les
llegan en masa... (Historia Natural V,72). Eusebio conservó
en su Preparación evangélica (VIII,11,12) un fragmento
de Filón que se refiere también a la comunidad de
bienes mantenida por los esenios: Nadie se permite poseer nada
como propio, ni casa ni esclavo ni campo ni rebaños ni
cosa que produzca riqueza abundante, sino que todas las cosas
las ponen en común y en común disfrutan del provecho
de todas ellas. Josefo resaltó en ellos su insistencia
en la necesidad de una conversión total y su preocupación
extrema de pureza obtenida mediante reiterados baños rituales:
se complacen en enseñar que hay que entregarse a Dios en
todas las cosas. Declaran también que las almas son inmortales
y opinan que hay que luchar por obtener la recompensa de la justicia
(Antigüedades XVIII,17).
Con mucha frecuencia se ha querido relacionar a Juan con los esenios de Qumrán, dadas las semejanzas existentes entre su pensamiento y prácticas y los de la secta, y también debido a la cercanía del dicho monasterio respecto al lugar donde Juan realizaba su actividad. Seguramente debió conocerlos, pero no es muy probable que se hubiese formado con ellos. La predicación de Juan, a diferencia de la enseñanza esenia, era pública y no privada. El juicio anunciado por los esenios llegaría en un futuro indeterminado y no de manera inminente.
Por otro lado, existen también otros personajes distintos
de los esenios con los cuales se podría comparar a Juan.
Puesto que la soledad ayudaba a la oración y al sacrificio
en medio de una vida muy austera, muchos hombres sabios y santos
elegían el desierto como morada. Por ejemplo, Josefo menciona
a un maestro suyo: Habiendo oído hablar de un tal Bannus
que vivía en el desierto, contentándose para vestir
con lo que le proporcionaban los árboles y para comer con
lo que la tierra produce espontáneamente, usando frecuentes
abluciones de día y de noche por amor a la pureza, me convertí
en
émulo suyo (Autobiografía II, 9-11). Tal aspereza
de vida se asemejaría mucho a la de Juan: Tenía
Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón
de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre
(Mt 3:4).
Finalmente el bautismo esenio era sólo un rito de incorporación
a la secta para los nuevos miembros y el primero de una continua
serie de baños rituales. En cambio, el bautismo de Juan
era único y definitivo. En el contexto de su predicación
del
tiempo final y de la llegada del Reino de Dios, el bautismo hay
que entenderlo como la última preparación, como
el sello que habría de encontrar en cada uno el Juez que
estaba por llegar para ser hallados dignos del Espíritu
renovador y no del fuego de
la condena.
Las fuentes cristianas presentaron el rito practicado por Juan
como un bautismo de conversión para el perdón de
los pecados (Mc 1:4). En esto se diferencian del testimonio transmitido
por Josefo, para quien el bautismo servía no ya para hacerse
absolver de ciertos pecados, sino para purificar el cuerpo después
de que el alma había
quedado previamente purificada por la justicia (Antigüedades
XVIII,117). Si bien
Marcos y Lucas señalaron como requisito previo el arrepentimiento
y la voluntad de
conversión manifestados en la confesión de los pecados
(Mc 1:5), no negaron que se tratara de un signo eficaz que otorga
el perdón.
Representaba para ellos una oferta de gracia divina que permitía
acceder a la salvación
cuando no quedaba ya ninguna oportunidad a través de otros
ritos de penitencia u obras de misericordia.
Un bautismo conferido por un hombre y capaz de otorgar el perdón era ciertamente escandaloso. Por eso es comprensible que se haya buscado relativizar posteriormente la eficacia que Juan atribuía a su rito. Así sucede con el silencio de la fórmula para el perdón de los pecados en Mt 3:6, que fue desplazada hacia la última cena de Jesús a través de la sangre de la Alianza que es derramada por muchos para perdón de los pecados (Mt 26:28). Otro tanto sucede con la designación de Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1:29), puesta en labios del Bautista.
JUAN EL BAUTISTA Y JESÚS.
Entre los que se acercaron a Juan encontramos a Jesús de Nazaret. El bautismo que Juan le administró es uno de los datos más seguros de la vida de Jesús, dada la dificultad que necesariamente debía originar para la comunidad cristiana. Primero por la aparente superioridad del Bautista sobre Jesús, y luego por el perdón de los pecados inherente a la recepción del bautismo y que hacía suponer una conciencia de pecado en Jesús. El hecho que la comunidad cristiana no hubiese omitido en su tradición este episodio es lo que justamente le proporciona más garantías de historicidad. De todos modos la transmisión del relato se encargó también de solucionar las dificultades:
* La pregunta de Juan y la respuesta de Jesús en Mt
3:14-15 podrían haber significado el reconocimiento de
parte de Juan que el tiempo de su bautismo había concluido
y que había llegado ya el tiempo del bautismo en fuego
y en Espíritu de parte de Jesús: "Soy yo el
que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes
a mí?". ¿Por qué, entonces, el Mesías
bautizador se haría bautizar, pasando por un pecador más?
"Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos
toda justicia?". El "así debe ser" expresado
por Jesús sería un adelanto de ese misterioso "es
necesario" que se irá repitiendo a lo largo del
evangelio al referir la voluntad de Dios respecto a su Mesías,
hasta la pasión dolorosa. De todos modos quedaba claro
que Jesús recibía el bautismo de Juan como justo
y no como pecador.
* Según el cuarto evangelio los pecados con los que Jesús llega al bautismo no son suyos, sino que él los carga de una manera vicaria: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo (Jn 1:29-30).
* En el Evangelio de los Nazarenos la madre y los hermanos
de Jesús habían sido los que lo invitaron a recibir
el bautismo para el perdón de los pecados. Jesús
había respondido entonces: ¿En qué he pecado
yo para acudir a él y ser bautizado?
A menos que haya dicho algo por ignorancia (fragm.2). Si Jesús,
a pesar de no necesitarlo, había recibido el bautismo quedaba
bien claro que ninguna conciencia de pecado lo había motivado
a hacerlo.
La tendencia marcadamente apologética presente en estas
explicaciones que los evangelistas se consideraron obligados a
proporcionar nos lleva a preguntar entonces qué habría
llevado realmente a Jesús a encontrarse con Juan. La necesidad
de
justificar el abajamiento de Jesús, indigno de quien consideraban
como el más fuerte que Juan, podría evidenciar que
históricamente Jesús hubiese llegado hasta Juan
buscando en él a un maestro. Esa posible relación
de discipulado podría deducirse a partir de algunas coincidencias
en la doctrina del Bautista y de Jesús y también
de algunas notas comunes en la trayectoria de sus vidas, como
el grupo de discípulos que los rodeó, la oposición
de los dirigentes religiosos y la ferviente adhesión del
pueblo. Ambos despertaron esperanzas y reacciones semejantes,
y compartieron el mismo destino por orden de las autoridades.
Herodes Antipas habría llegado a reconocer en la actividad
de Jesús la prolongación de la obra del Bautista:
Aquel Juan, a quien yo decapité, ése ha resucitado
(Mc 6:16). De hecho, Jesús mantuvo la misma firmeza que
había llevado a Juan a denunciar el divorcio y posterior
desposorio de Herodes con la mujer de su hermanastro aún
vivo (cf. Mc
6:18): Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio
contra ella (Mc 10:11).
Junto a los numerosos bautizados que volvían inmediatamente
a su vida cotidiana, hubo otros que quedaban a su lado como discípulos
y lo llamaban Rabbí (Jn 3:26). Compartían sus prácticas
piadosas como el ayuno (Mc 2,18) y se ponían a su
servicio (Mt 11:2). Algunos de ellos dejaron al Bautista y siguieron
a Jesús: Andrés, el hermano de Simón Pedro,
era uno de los dos que habían oído a Juan y habían
seguido a Jesús (Jn 1:37). Y Jesús continuó,
al menos por algún tiempo, con la práctica bautismal
de Juan: se fue Jesús con sus discípulos al país
de Judea; allí estaba con ellos y bautizaba. Juan también
estaba bautizando en Ainón, cerca de Salim, porque había
allí mucha agua, y la gente acudía y se bautizaba
(Jn 3:22-23). En su actividad Jesús parece haber tenido
aún más éxito que Juan: Jesús se enteró
de que había llegado a oídos de los fariseos que
él hacía más discípulos y bautizaba
más que Juan (Jn 4:1); sin embargo el evangelista no deja
de hacer una aclaración que considera importante: aunque
no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos
(4:2).
Está claro que Jesús sintonizó con la predicación del Bautista y, por tanto, con la fe en el juicio y en la necesidad de la conversión y del bautismo para el perdón de los pecados. Pero a pesar de los paralelos que muestran continuidad entre Jesús y Juan, ambos también mantuvieron diferentes puntos de vista en su predicación. Siendo que la noción judía de Dios abarcaba tanto el aspecto del Dios justo como el del Dios misericordioso, Juan destacó el aspecto del rigor y Jesús el del amor. Juan predicaba el temor al juicio y la oferta salvadora del bautismo; en cambio Jesús acentuó la certeza de la salvación manifestada en la presencia ya actual del Reinado de Dios: Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: 'Vedlo aquí o allá', porque el Reino de Dios ya está entre vosotros" (Lc 17:20-21). De este modo el juicio quedaba aplazado para un futuro desconocido (pero igualmente sorpresivo) y así se daba al hombre tiempo para confirmar con buenas obras su conversión.
También eran muy diferentes los estilos de vida asumidos por Juan y por Jesús. Juan era un asceta que llevaba una vida muy austera. En cambio Jesús es interrogado por los discípulos de Juan: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan? (Mt 9:14).
Por otra parte la imagen del Mesías expresada en la
predicación de Juan no correspondía con exactitud
con el mensaje y las actitudes que Jesús ofreció
desde los comienzos de su actividad. Juan evocaba al Juez celestial
del mundo y no a un hombre de esta tierra. No es de extrañar,
entonces, que Juan haya tenido dificultad para reconocer a Jesús
como el Mesías por él anunciado: ¿Eres tú
el que ha de venir, o debemos esperar a otro? (Mt 11:3). Durante
el ministerio del Bautista ya habrían aparecido algunos
indicios de aquella oposición que sus partidarios presentarían
aún en el siglo II al movimiento originado por Jesús,
según el testimonio de las Recognitiones pseudo-clementinas
(I,60): Se suscitó una discusión entre los discípulos
de Juan y un judío acerca de la purificación. Fueron,
pues, donde Juan y le dijeron: "Rabbí, el que estaba
contigo al
otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio,
mira, está bautizando y todos se van a él (Jn 3:25-26).
El libro de los Hechos es también testigo de que, más
de veinte años después de la muerte del Bautista,
el apóstol Pablo encontró en Efeso discípulos
de Juan: Él replicó: "¿Qué bautismo
habéis recibido?" -"El bautismo de Juan",
respondieron (Hch 19:3).
Tal persistencia de los discípulos del Bautista, a menos que no hubiesen comprendido bien la enseñanza de su maestro, parece indicar que Juan nunca llegó a reconocer a Jesús como al Mesías esperado.
En cambio, la tradición cristiana, que reconocía a Jesús como el Mesías, siempre consideró a Juan como el profeta precursor apoyándose en la valoración que el mismo Jesús había hecho del Bautista. Es lo que muestra el pasaje en el que Jesús preguntaba a sus oyentes qué era lo que los había movido a dirigirse hacia Juan: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salistéis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11:7-11).
Esta valoración de Juan muestra que las diferencias
en la predicación de ambos profetas no implicaban necesariamente
una ruptura sino, más bien, una nueva certeza de parte
de Jesús respecto a la salvación esperada. ¿Cómo
llegó Jesús a su convicción? Es posible que
Jesús, como muchos otros profetas, tuviera un experiencia
vocacional. Jesús habría sustituido el temor al
juicio por la certeza de la salvación al intuir como profeta
visionario que el mal había sido ya vencido, según
una arraigada esperanza de la época: Y entonces se manifestará
el reinado de Dios sobre toda la creación, y no existirá
ya
Satanás, y con él desaparecerá la tristeza
(Ascención de Moisés 10,1). Algunos han visto en
Lc 10:18 un eco de esa experiencia: He visto a Satanás
caer del cielo como un rayo.
Su carisma para obrar prodigios también pudo haberlo
confirmado en esa intuición. Así parece sugerirlo
la respuesta dada por Jesús a los emisarios de Juan que
le preguntan si él era el que había de venir: Id
a contar a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y
dichoso aquel que no halle escándalo en mí! (Mt
11:4-6). Jesús remitía a los milagros que ocurrían
a su alrededor, sin atribuírselos a su persona. Los milagros
obrados en su presencia por Dios, por los discípulos o
por
él mismo, le habrían convencido de que había
comenzado de que había comenzado el tiempo de salvación,
de que Satanás estaba vencido y de que él era, tal
vez, el que había de venir anunciado por Juan.
LA MUERTE DEL BAUTISTA.
La vida de Juan acabó trágicamente asesinado
por mandato de Herodes Antipas. Josefo atribuyó un móvil
político a la ejecución. Juan era un hombre del
desierto que reunía gente en torno suyo y, por lo tanto,
un peligro potencial: Herodes tuvo miedo de que aquella fuerza
de persuasión los incitase a la revuelta; todos parecían
estar dispuestos a hacer cualquier cosa por consejo de ese hombre.
Por eso creyó preferible adelantarse a los acontecimientos
y suprimirlo antes de que surgiera algún conflicto de parte
de Juan, en vez de encontrarse él mismo en apuros si se
produjera aquella revuelta y no pudiera ya hacer nada entonces.
Víctima de las sospechas de Herodes, Juan fue enviado
preso a la fortaleza de Maqueronte y allí fue matado (Josefo,
Antigüedades XVIII 118-119).
Mc 6:17ss atribuye, en cambio, un motivo personal: Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: "No te está permitido tener la mujer de tu hermano".
Sin embargo, el marco político que Josefo describió
para referirse a la ejecución del Bautista implicaba, en
cierto modo, también el divorcio de Herodes, puesto que
la mujer repudiada era hija de Aretas IV, rey de los nabateos:
Aretas consideró aquello como el fundamento de un odio
personal; tenía además un problema en la región
de Gabalis... Cada uno de los dos reyes movilizó sus tropas
y entraron en guerra enviando generales en su lugar. En el curso
de una batalla quedó destrozado todo el ejército
de Herodes, debido a la traición de unos desertores...
Algunos judíos opinaron que el ejército de Herodes
había sucumbido por obra de Dios, que de esta forma -se
trataba de una expiación muy justificada- vengaba la muerte
de Juan apodado el Bautista (Antig. XVIII, 114-116). En este contexto,
la crítica de Juan al nuevo casamiento de Herodes pudo
haber sido interpretada por éste no simplemente como una
descalificación moral de su vida privada, sino como un
alineamiento del influyente profeta en favor de los enemigos nabateos.