ANTECEDENTES CULTURALES-RELIGIOSOS
 
Entre los creyentes en Jesús hubo, desde el comienzo, diferencias a causa de sus orígenes culturales. Los helenistas eran judíos que habían vivido fuera de Palestina, y habían recibido alguna cultura griega. Disponían en Jerusalén de sinagogas propias donde se leía la Biblia en griego en una traducción alejandrina llamada de los Setenta. Los hebreos eran los judíos autóctonos. Hablaban arameo, pero leían la Biblia en hebreo en sus sinagogas. Esta división del judaísmo se transfirió al interior de la comunidad de los que creyeron en Jesús resucitado.
Hubo problemas en la comunidad a causa de estas diferencias culturales que originaban también modos distintos de vivir la fe. Estas diferencias no tardaron en derivarse hacia los ámbitos más concretos y materiales de la vida de la comunidad: la distribución de los bienes comunes (Hch. 6:1) fue entonces ocasión de que se produjeran enfrentamientos y divisiones. A partir de entonces, aunque manteniendo un vínculo común, los helenistas tendrían sus reuniones y dirigentes separados de los hebreos.
Mientras que los hebreos respondían a los Doce, presididos por Pedro, los helenistas respondían a los Siete, presididos por Esteban (Hch 6:5ss). Los Doce no se dedicarán de un modo tan directo a la organización de la comunidad de los hebreos, sino que delegarán este ministerio a Santiago y a un consejo de ancianos (gr. presbyteroi). Los Doce serán, como los Patriarcas, los que mantienen la unidad del nuevo Israel renovado por Jesús. Serán, ante todo, los testigos de la Resurrección a través del ministerio de la Palabra y de la oración.
 
Los helenistas serán dispersados de Jerusalén; los Doce (y aparentemente los demás creyentes hebreos) fueron respetados, presumiblemente porque no hacían propaganda contra el Templo como lo hacían los helenistas (cf. el discurso de Esteban, donde afirma que el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre; Hch. 7:48). Quienes fueron expulsados de Jerusalén se convirtieron en misioneros de Jesús resucitado. El libro de los Hechos nos dice que fueron a los samaritanos (8:5), a Fenicia, Chipre y Antioquía (11:19). Y aunque predicaron la palabra primeramente sólo a los judíos, algunos predicaron a los gentiles (11:20).
 
El impulso para ir a Samaría es un acontecimiento importante. Una de las mayores diferencias entre samaritanos y judíos fue que los primeros no aceptaban el Templo de Jerusalén como el único lugar de culto. Los discípulos helenistas, que como Esteban no creían que Dios viviese en edificios fabricados por manos humanas, eran predicadores ideales para los samaritanos, que no hubiesen acogido de igual modo a los discípulos hebreos que, como los apóstoles, continuaban orando en el Templo.
Otro hecho significativo de la predicación de los helenistas es el bautismo de un eunuco etíope que está volviendo a su patria después de su peregrinación a Jerusalén (Hch. 8:27). Felipe, sucesor de Esteban, no duda en admitir al Nuevo Israel a un hombre a quien la Ley mosaica prohibía la incorporación a la comunidad israelita por estar castrado (Dt. 23:2).
La misión helenista va ganando para la nueva fe samaritanos, judíos y paganos. Los creyentes que integran la koinonía en Antioquía son llamados khristianoi (seguidores de Khristós = Mesías). Un importante integrante se suma a esta misión: un fariseo de la diáspora llamado Saúl de Tarso (conocido en ámbitos gentiles como Pablo), primero opositor de la predicación de Esteban, después continuador de su obra.
 
Con su aporte la Buena Noticia de Jesús se extenderá ampliamente en el mundo pagano y la noción de salvación adquirirá una comprensión nueva. Las cartas escritas por él a lo largo de su ministerio están repletas de formas de describir los efectos del acontecimiento de Jesús, lo que ha hecho por la humanidad en su vida, pasión, muerte, sepultura, resurrección, exaltación e intercesión en los cielos. Lo describe a través de imágenes que reflejan su
mentalidad judía y helenista, pero también las controversias y debates de su experiencia misional.
La vida de Pablo dio un vuelco en Damasco, cuando buscaba combatir la influencia de los creyentes en Jesús en las sinagogas de ese lugar. Para un fariseo como él era intolerable el cuestionamiento que Esteban y sus seguidores hacían sobre la Ley en nombre de su fe en Jesús, que para ellos estaba vivo. Pero sus ojos se abrieron y el designio de Dios apareció ante él de un modo nuevo. Años después dirá: El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro del Mesías (2Co. 4:6).
 
SU PREDICACIÓN
Su percepción de Jesús cambió; se le manifestó como:
- el enviado del Dios de los padres,
- el Mesías prometido a su pueblo,
- resucitado por Dios de entre los muertos.
Quedó claro para él que no debía hacer cambiar a los compañeros de Esteban por la cuestión de la Ley, sino que era él quien debía adquirir una nueva comprensión de Dios, frente a su postura legalista, y cambiar de mentalidad; porque el Jesús al que apelaban los judíos perseguidos para justificar sus infracciones a la Ley estaba vivo. Así se sintió enviado (apóstol) para anunciar esa Buena Noticia de la salvación también a los paganos, al
margen de la Ley.
Pablo asumió en su propia predicación el contenido básico de la predicación de los apóstoles, es decir, la muerte y resurrección de Jesús. De este modo dirá a los corintios: Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí:
- que el Mesías murió por nuestros pecados, según las Escrituras;
- que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras (1Co. 15:3-4).
La pasión, muerte y resurrección de Jesús constituyen entonces el momento decisivo del plan de salvación de Dios. Muerte y resurrección son un todo inseparable (Ro. 4:25). Pablo expresa así en sus cartas el doble efecto del acontecimiento salvífico: expiación de los pecados e institución de un estado de justicia para el hombre.
 
La muerte de Jesús es expiatoria:
- borra los pecados de los hombres. En Ro. 3:25-26 presenta a Jesús como instrumento de propiciación. Este instrumento era en Israel la cubierta del arca de la alianza, sobre la cual se rociaba la sangre del sacrificio ofrecido por los pecados (Ex. 25:17-22). Lo que no era más que una figura, en Jesús llega a ser una realidad definitiva.
- El efecto es entonces la reconciliación del hombre con Dios. El hombre vuelve a contar con el favor y la intimidad con Dios después de un largo período de alejamiento y rebeldía a causa del pecado y las transgresiones (Ro. 5,2:9-11).
La muerte y resurrección de Jesús hace al hombre justo (es decir, lo sitúa en un estado opuesto al de pecado). La justificación que los hombres no pudieron obtener mediante el cumplimiento de la Ley se obtiene por la fe en el poder de Dios, que resucita a Jesús de entre los muertos y le confiere una nueva vitalidad. Este poder divino se difunde a partir de Jesús como fuerza creadora de una vida nueva que el creyente siente y puede vivir en unión con Jesús Mesías (1Co. 6:14).
 
Pablo predica que Jesús es el Hijo de Dios (Hch. 9:20). Presenta a Jesús en su condición:
- gloriosa de resucitado,
- constituido así Mesías
- y elevado a la categoría de Hijo de Dios (Ro. 1:4).
En el A.T. se daba el nombre de Hijo de Dios a Israel (Ex 4:23), a Salomón (2Sa. 7:12-14), al rey o Mesías (Sal. 2:7). La idea dominante que subyace en el empleo de este título en el mundo judío es la de una elección divina para una tarea encomendada por Dios y la correspondiente obediencia a dicha vocación. Esta noción de filiación constituye el fundamento de la aplicación del título a Jesús. Sería una especie de entronización real y expresa la misión de Jesús dotado del Espíritu vivificador para la salvación de los hombres. La mayor parte de los pasajes en que Pablo llama a Jesús el "Hijo" expresan sólo su elección divina y su dedicación completa al plan del Padre. Sin embargo Fil. 2:6-7 alude a una preexistencia divina de Jesús y a la encarnación: siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre.
 
Pablo llama a Jesús Señor (Kyrios). También lo aplica obviamente a YHWH, siguiendo la costumbre de la Biblia griega, que traduce con esta palabra el nombre de Dios. Al aplicar este título a Jesús está expresando el dominio actual de Jesús sobre los hombres, concedido al Mesías por su condición regia de resucitado (Ro. 14:9), influyendo íntimamente en las vidas de los creyentes. No expresa la función de Jesús en su vida terrena ni su papel en la venida definitiva. Este título le confiere a Jesús el nombre dado sólo a YHWH. Indica así que está en cierto modo al mismo nivel (en la gloria junto a Dios), aunque no dice que
sea absolutamente igual él.
 
Así como por su fanatismo aquel fariseo antes sobrepasaba en el judaísmo a muchos de sus compatriotas contemporáneos, superándolos en el celo por las tradiciones de sus padres (Ga. 1:14), su cambio dejaba entrever un camino abierto para no pocos judíos. Su predicación en las sinagogas provocaba deserciones entre los judíos y captaba a muchos temerosos de Dios (paganos atraídos al judaísmo) a los que se les ofrecía la salvación al margen de la Ley y de la circuncisión. Las numerosas sanciones sinagogales que sufrió Pablo (los azotes nombrados en 2Co. 11:24) indican cómo fue considerado como un competidor desleal y peligroso al que respondían con agresividad.
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