EL PRIMER ANUNCIO SOBRA JESÚS RESUCITADO.
 
No había duda que el cuerpo de Jesús yacía desde la tarde del viernes de la Preparación de la Pascua en ese mismo sepulcro que ahora estaba vacío; María de Magdala y María la de Joset se habían fijado dónde era puesto (Mc 15:47) antes que la piedra rodara sellando la entrada de la tumba. No podían haberse equivocado de sepulcro. Por eso la Magdalena se alarma y avisa a Pedro cuando se encuentra la madrugada del primer día de la semana con la enorme piedra quitada del sepulcro: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto (Jn 20:2). La reacción más espontánea era suponer que el cuerpo había sido robado.
 
Por otro lado, Pilato, a pedido de los sumos sacerdotes, dispuso que una guardia custodiara el sepulcro para evitar que el cuerpo fuese robado por sus discípulos, que podrían así argumentar una resurrección de Jesús (Mt. 27:62-66). Sin embargo, a pesar de la vigilancia, la mañana posterior al sábado, desde ya muy temprano, se podía verificar la falta del cuerpo. Los soldados difundieron entre el pueblo la versión que, durante la noche y estando ellos dormidos, los discípulos de Jesús habían robado el cadáver.
 
Las sospechas de haber robado el cuerpo de Jesús se sostenían aún en los tiempos de la redacción del evangelio de Mateo, cuando estaba ya muy avanzado el siglo I: Y se corrió esa versión entre los judíos hasta el día de hoy (Mt. 28:15). Pero, a pesar de que esas sospechas recaían sobre los discípulos, la autoridad romana jamás condenó a los discípulos por tal acto. Tal vez juzgó suficiente amenazarlos con el recuerdo de las leyes romanas sobre la profanación de tumbas. Para evitar este tipo de profanaciones, el estado romano había sancionado leyes que aplicaban la pena capital a los que cometían tales delitos.
 
Tenemos, sin embargo, otros testimonios que refieren la muerte de Jesús y la interpretación que los discípulos dan sobre la desaparición de su cuerpo. Uno de ellos surge de lo que le informa el procurador Festo en Cesarea a Agripa II respecto de un prisionero llamado Pablo: Los acusadores comparecieron ante él, pero no presentaron ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba; solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive (Hch. 25:18-19). Esto ocurre en el año 60, cuando Festo llega a Cesarea para asumir como procurador de Judea.
 
El otro, comúnmente llamado Testimonium Flavianum, es la breve relación que hace Josefo en las Antigüedades de los Judíos sobre la vida de Jesús: Cuando, al ser denunciado por nuestros notables, Pilato lo condenó a la cruz, los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo, ya que se les había aparecido el tercer día, viviendo de nuevo, tal como habían declarado los divinos profetas, así como otras mil maravillas a propósito de él. Todavía en nuestros días no se ha secado el linaje de los que por su causa de él reciben el nombre de cristianos (XVIII, 63-64). Este testimonio fue publicado por primera vez en el año 93 ó 94 de nuestra era.
 
Si bien ambos testimonios son ofrecidos por personas no creyentes, nos refieren la fe de los seguidores de Jesús. Según el Testimonium Flavianum, los discípulos no sacaron sus conclusiones a partir de la ausencia del cadáver. La conclusión espontánea en esa circunstancia era la que compartían los adversarios de Jesús, por un lado, y María de Magdala al ver la piedra movida, por otro lado. La afirmación de los discípulos se apoyaba en una evidencia más fuerte, que sólo ellos tenían. Mientras que los demás suponían lo que seguramente había ocurrido, los íntimos de Jesús aseguraban tener una certeza procedente de una manifestación especialísima. Ellos afirman ser testigos de una presencia de Jesús.
 
La constancia y el entusiasmo en anunciar ese testimonio, aún en medio de amenazas y de gestos concretos de represión por parte de las autoridades religiosas judías, sólo podía provenir de la seguridad que únicamente una presencia confiere: No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Hch. 4:20). Como comenta Josefo, después de su muerte aquel galileo supo animar de nuevo a sus seguidores, como todos podían comprobar. Y con esto se había desencadenado un movimiento que, al cabo de unas décadas, comenzaría a extenderse por el mundo, como, de hecho, otros historiadores también comprueban: Nerón "comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos a unos hombres odiados por el vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea" (Tácito, Anales XV 44).
 
Según el testimonio de sus discípulos, Jesús se les había aparecido a ellos, a Pedro y a los apóstoles, y a más de 500 discípulos, la mayoría de los cuales vivían aún veinte años más tarde (1Co. 15:5-6). Un testimonio compartido por mucha gente, demasiado extendido para ser resultado de la ilusión de algunos alucinados o de la mentira deliberada de una cantidad demasiado grande de falsos testigos.
 
Según ellos, Jesús les habló, comió con ellos, les mostró su cuerpo y se lo hizo tocar para que no dudaran que aquel que había estado colgado en la cruz era el mismo que ahora se les había aparecido (Lc. 24:36-42). Será el testimonio sorprendente que ofrecerá incluso alguien que se había negado a creer y que se había empeñado en perseguir a quienes se empecinaban en seguir divulgando esa noticia: en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo (1Co. 15:8).
 
Este encuentro con él después de su muerte, descrito por todos aquellos que lo experimentaron personalmente como un ver a Jesús, devolvió efectivamente el ánimo a los discípulos. Gracias a estas apariciones de Jesús, los discípulos, que se habían dispersado durante el arresto y la ejecución, se reunieron otra vez. Y además, comenzaron a dar testimonio valientemente de esta experiencia.
 
Afirmaban no simplemente que Jesús estaba vivo (como la hija de Jairo, a quien Jesús había devuelto a la vida; Mc 5:35-43), ni que fuese sólo una influencia viva en ellos (como una especie de buen recuerdo que da ánimo); afirmaban que Jesús había sido elevado a un estado de gloria en presencia de Dios. Como no se trata del testimonio de hombres influenciados por la filosofía griega (para quienes el alma sigue viviendo después de la muerte del cuerpo), la afirmación de que Jesús ha sido liberado de la muerte y no abandonado al dominio de la corrupción significa claramente una resurrección corporal (Hch. 2:31-33).
 
Mediante este anuncio consiguieron que muchos se les unieran. Formaron entonces una comunidad que tenía conciencia de ser el pueblo escatológico (anunciado por los profetas para los tiempos últimos) en virtud de la efusión del Espíritu Santo (Hch. 2).
La resurrección de Jesús, su ser despertado por Dios, fue el comienzo para ellos del reconocimiento de Jesús como Mesías (Khristós). Reconocieron que Dios había estado hablando y actuando en la vida de Jesús. Por eso, las palabras escuchadas de boca de Jesús durante su ministerio resonaban de un modo nuevo en el corazón de los discípulos, que desde aquella Pascua veían la vida y la muerte de Jesús de un modo distinto.
 
Ahora comprendían muchas de sus anteriores palabras que revelaban una clara conciencia que Jesús tenía sobre su muerte. Esas palabras difíciles de aceptar antes de la resurrección, ahora se entendían como esa clara conciencia que Jesús tenía de su misión: que el Mesías padecería y resucitaría de entre los muertos al tercer día; en su nombre deberían predicar la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Ellos eran testigo de estas cosas (Lc. 24:46-47).
 
Entre las actitudes que Jesús había tenido durante su vida, las más significativas acerca de la conciencia de su misión eran las que manifestaban el conocimiento que él tenía sobre cuál era la verdadera voluntad de Dios (en contraste con la opinión de otros grupos religiosos). Por ejemplo:
 
Rechaza la tradición de los antepasados: dejando el precepto de Dios se aferran ustedes a la tradición de los hombres (Mc. 7:8).
 
Restituye al matrimonio la indisolubilidad, como lo dispuesto por Dios en el principio: Teniendo en cuenta la dureza del corazón de ustedes escribió Moisés este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, El los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mc 10:1-9).
 
Se pone por encima de las concepciones judías acerca de las prescripciones sabáticas y las purificaciones, aumentando, sin embargo, la exigencia respecto a los mandamientos éticos: No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias (Mt 15:11-20).
 
Juzga a los distintos grupos religiosos y adopta una actitud que sólo puede estar dictada por la conciencia de su misión. Ataca a los influyentes escribas y fariseos por haber desfigurado la voluntad de Dios. Se distancia también de los violentos zelotes que pretenden instaurar el Reino mediante la lucha armada, y de los círculos apocalípticos, que buscaban constantemente los signos de la venida del Mesías: El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "Véanlo aquí o allá", porque el Reino ya está entre ustedes (Lc.17:20).
 
Se acerca a los pecadores y a los grupos mal vistos, predicándoles el perdón misericordioso de Dios. E incluso lo hace visible en todo su comportamiento, comiendo con ellos. Expresa así que Dios está ahí para conceder su bendición y su salvación: No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mc. 2:17).
 
Por eso enseña a los hombres una nueva relación con Dios. Relación que él ha vivido previamente y que reivindica para sí de un modo particular y exclusivo. De este modo llama a Dios Abbá.
 
Está seguro de la proximidad del Reino escatológico y advierte que el señorío de Dios está ya presente en las obras que él realiza: si por el Espíritu de Dios yo expulso a los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de Dios (Mt 12:28).
 
Por último, Jesús atribuye a su muerte un significado salvífico universal. La institución de la cena y las palabras pronunciadas sobre el cáliz bastan para reconocer con toda seguridad que Jesús había reflexionado sobre el significado de su muerte y que había hablado de ello con sus discípulos antes de separarse de ellos.
 
Todas estas actitudes aparecen como la afirmación de una dignidad que los discípulos pudieron reconocer a partir de la resurrección, como algo mesiánico, aunque en un sentido totalmente nuevo para el judaísmo. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum (19) afirma que los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. Como se escribiría varias décadas después del comienzo de la predicación, a esta mayor inteligencia se habrían referido una promesa de Jesús en la última cena: El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, se lo enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho (Jn. 14:26).

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