EL CONFLICO DEL PRIMER SIGLO: LA SALVACION DE LOS GENTILES
 
A excepción del breve período en que un rey judío gobernó sobre Judea (Herodes Agripa I; 41-44 d.C.)la rama de la koinonía de Jerusalén vinculada a los Doce no fue perseguida. Durante algo más de veinte años los dirigentes de los que creen en Jesús trabajan sin que las autoridades judías intentaran exterminarlos. Mientras la misión helenista sigue avanzando, la misión israelita también progresa, siendo no pocos los fariseos que creen que Jesús es el Mesías. Eusebio de Cesarea (cf. Historia Eclesiástica II, 23,7-11) dice que todos los que proviniendo de los principales grupos religiosos habían creído, todos habían creído por Santiago, el hermano del Señor. Todos le daban el sobrenombre de Justo; se decía que nunca había bebido vino ni bebida fermentada, ni había comido carne; sobre su cabeza no había pasado tijera ni navaja y tampoco se había ungido con aceite. Y eran muchos los que habían creído, incluso de entre los jefes.
 
Pero una grave crisis estalla para los judíos en Palestina. Muchos se encontraron ante la alternativa de la idolatría o la muerte, y no dudaron un instante en renunciar a su propia vida. El emperador Calígula envió a Petronio, gobernador de Siria, con un ejército a Jerusalén para erigir estatuas suyas en el Templo con la orden de que, si los judíos no las aceptaban, matase a los que se opusieran y redujese a la esclavitud al resto de la nación. Petronio salió de Antioquía y marchó hacia Judea con tres legiones y numerosas tropas auxiliares. Los judíos reunidos en masa en la llanura de Ptolemaida, con sus mujeres y sus hijos, suplicaban a Petronio que tuviera ante todo en consideración las leyes de sus padres y en segundo lugar a sus personas. Petronio, ante esa difícil situación, se arriesgó a sugerir al emperador el replanteo de su decisión (Josefo, Guerra II, 184-203).
 
La respuesta de Calígula al pedido hecho por Petronio fue que éste debía suicidarse por haber desobedecido. Para fortuna suya el mar retrasó la llegada de esa carta, y primero llegó la carta que anunciaba la muerte del emperador. Herodes Agripa fue un portavoz decisivo de las reivindicaciones judías. Él organizó un banquete espléndido en Roma y pidió a Cayo, en su misma presencia, la conservación del Templo como Lugar santo. Agripa ya había convencido a Cayo cuando llegó la carta de Petronio (Josefo, Antig. XVIII 289-302).
 
La crisis estaba superada, pero el pueblo judío quedó seriamente impresionado por ella. Surge entonces un sentimiento nacionalista hostil a todo lo que tenga alguna referencia a los paganos en varios lugares del imperio. En Alejandría de Egipto hubo serios incidentes cuando los judíos de la ciudad tomaron las armas contra sus conciudadanos paganos que durante años los habían maltratado. En Jerusalén, un escriba fariseo llamado Simeón, critica a Herodes Agripa ante el pueblo y pide que se lo excluya del culto, acusándolo de mantener en su gobierno actitudes contrarias a la Ley (Josefo, Antig. XIX 332). Agripa logró atraerlo a su bando y ganarse a los grupos rigoristas adaptándose a sus exigencias. Josefo generaliza la actitud adoptada por Agripa: Cuando llegó a Jerusalén no omitió ningún precepto de la ley, y además de bajar los impuestos, mantuvo escrupulosamente las leyes tradicionales, observó los ritos de pureza y no dejó pasar un día sin los sacrificios legales (Antig. XIX 293. 299.331).
 
Los que creían en Jesús se vieron en una situación de apuro con esta crisis. Bien conocida era la actitud libre frente a la Ley y la crítica del Templo por parte de los helenistas, y también la acogida de paganos incircuncisos en la comunidad por parte de Pedro. No era raro entonces que el rey Herodes Agripa, para mantener su imagen de judío observante, sacrificara a aquellos judíos que tenían fama de hablar contra el Templo o que miraban favorablemente a los paganos. Hch. 12:1-3 narra la ejecución de Santiago, hermano de Juan, y el prendimiento de Pedro al ver que esto les gustaba a los judíos. La hostilidad contra los seguidores de Jesús ya no proviene de las autoridades religiosas, sino de todo el pueblo.
 
La extensión de la predicación a los no judíos y también más allá de Palestina producirá sus consecuencias en la configuración de la fe. Así vemos que Pedro bautiza al centurión Cornelio y a los de su casa, y de esta forma introduce en la koinonía de los creyentes una cierta novedad que abre las puertas de un debate. Los paganos que aceptan la fe en Jesús abandonan la idolatría y adoran al Dios de Israel. Se podría decir que ya por eso son hermanos de los creyentes judíos. Pero, sin embargo, no son hijos de Abraham. ¿No deberían ser circuncidados después del bautismo como se hacía en todas las sinagogas con cualquier pagano que quiere ser prosélito (convertido al judaísmo)? ¿Qué opinan sobre esto los creyentes de Jerusalén? Los creyentes, hasta entonces, eran todos judíos. Se trata de una situación nueva, no conocida hasta entonces. Los hermanos de Jerusalén objetan el actuar de Pedro, pues desde Abraham las Escrituras exigían la circuncisión y Jesús no había cambiado esta exigencia. El argumento de Pedro será que también a los gentiles le ha dado Dios la conversión que lleva a la vida (Hch. 11:18). Si Dios les había concedido también a ellos el don del Espíritu Santo por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era Pedro para poner obstáculos a Dios? (11:17).
 
Sin embargo, una cosa era incorporar algunos pocos paganos en una Comunidad predominantemente judía; y otra cosa distinta era enfrentarse a comunidades enteras de paganos como las que comenzaban a aparecer, por ejemplo, en Antioquía de Siria (Hch. 11:20-21). Allí fue enviado desde Jerusalén Bernabé para controlar la situación. Porque la única relación que estas comunidades tendrían con el judaísmo sería la veneración de las Escrituras de Israel. Lejos de ser injertados en el árbol común del pueblo de Abraham, estos nuevos creyentes podrían formar pronto otro árbol. Debía tomarse pronto una decisión porque los creyentes en Jesús podrían seguir constituyendo, como hasta entonces, un grupo más dentro del judaísmo (como los fariseos, saduceos o esenios), o podrían llegar a ser una religión separada si no se los vinculaba de un modo concreto a Israel. Y, a juzgar por la hostilidad desencadenada contra los apóstoles en Jerusalén, todos los creyentes en Jesús (circuncisos o incircuncisos) comenzaban a ser vistos como sectarios. Algo debía hacerse.
 
Los creyentes fariseos atacaron el principio de los helenistas según el cual los paganos podían ser admitidos en la comunidad sin hacerse judíos (ser circuncidados) y llevaron a Antioquía el problema. Pablo y Bernabé viajan desde allí a Jerusalén para confirmar su praxis misionera mediante la autoridad de los apóstoles. El tema era muy delicado, porque, aunque Pablo estaba seguro de su predicación, no podía arriesgarse a perder la koinonía con los que representaban la garantía del Evangelio: los testigos de Jesús resucitado. No fuera que estuviese corriendo en vano (Ga. 2:2). Si los que eran tenidos por los creyentes como columnas de la ekklesía (Pedro, Juan y Santiago el Justo) niegan a las comunidades de paganos creyentes la koinonía con la comunidad madre de Jerusalén, existiría una división que contradiría la naturaleza misma de la ekklesía. Los testigos autorizados de Jesús deberían aclarar cuál era la intención que tuvo Jesús al enviarlos a predicar.
 
La comunidad de los creyentes se podía distinguir del resto de los judíos por su fe en Jesús, al que reconocían como Hijo del hombre y Mesías, glorificado a la derecha de Dios y que viene en breve como juez y salvador. Pero en ningún momento se planteó la validez de la Ley. Eso estaba fuera de discusión. Si la comunidad se hubiese desligado del judaísmo se habría separado de sus propias raíces. Ni siquiera los creyentes helenistas critican la ley como tal, sino su comprensión exclusivamente ritual. Pero con Pablo, la cuestión de la Ley se convierte en un verdadero problema para los judíos creyentes, ya que plantea que, para el creyente, Cristo es el fin de la Ley (Ro. 10:4).
 
Hasta Pablo sólo a través de la Ley Dios había abierto la posibilidad de vivir conforme a su voluntad, y por tanto, de salvarse. Pablo recoge esta concepción de la validez universal de la Ley y amplía su esfera de validez a los no judíos. De este modo polemiza contra la concepción judía según la cual la Ley es un privilegio del que puede gloriarse el judío y según la cual el juicio alcanza sólo al pagano. Contra esto Pablo afirma que la Ley ha sido revelada a todos; al judío de manera escrita y al pagano en el interior de su corazón mediante la conciencia; y el juicio entonces alcanza a ambos, pues todo hombre es pecador.
 
Pablo, en este sentido, considera la Ley, no desde su verdadera finalidad de acercar a los hombres a Dios, sino desde sus resultados concretos. La Ley sólo logró dar a conocer (prohibiendo) el pecado al hombre (Ro. 3:20). La Ley no pudo refrenar la voluntad enferma del hombre; lo único que hizo fue poner en evidencia que la voluntad humana tiene una tendencia egoísta en contra de la voluntad de Dios. Basta sólo que el hombre conozca un precepto divino, cualquiera sea, para que su voluntad descubra que ella quiere hacer lo opuesto (Ro. 7:7ss). Y cuando un judío cumple la Ley, la justicia que realiza es su propia justicia, no la justicia de Dios. Un fariseo que se conforma con esa justicia corrobora su autoafirmación en oposición a aquel hombre humilde que sólo se gloría en Dios, y no en sus obras.
 
Mientras que los adversarios de Pablo podían decir que ellos eran los verdaderos hijos de Abraham, porque además de creer estaban circuncidados, Pablo los refuta diciendo que la fe de Abraham le fue contada como justicia antes de que él recibiera la circuncisión. De ese modo Abraham se convertía en padre de todos los creyentes incircuncisos, a fin de que
la justicia le fuera igualmente contada, y en padre de todos los circuncisos que no se contentan con la circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo Abraham antes de la circuncisión (Ro. 4:11-12).
 
Tal son el judío y el pagano que llegan a creer. Son movidos por el Espíritu a esperar por la fe la salvación que los otros hombres esperan de su propia justicia. Porque en la salvación obtenida gracias a Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino solamente la fe que actúa por el amor (Ga. 5:5-6).
 
No hay un requisito previo que el hombre pueda realizar para salvarse: No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios. Y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en el Mesías Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre (Ro. 3:22-25). Hay, en cambio, una vida nueva que el hombre comienza a vivir a partir del momento en que cree. Y esto es una gracia que Dios otorga sin que ninguna acción buena del hombre lo obligue a concederla. Y así los creyentes son conducidos por el Espíritu, sin estar empujados por la Ley (Ga. 5:18). Y el Espíritu les hace vivir eficazmente la voluntad de Dios.
 
La moral no queda suprimida: Porque toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo (Ga. 5:14). Dios quiere que el hombre realice buenas obras y, previéndolo, otorga la fe y el Espíritu para que pueda hacerlas. Lo hace cuando él quiere y a quien él quiere. Porque ¿acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los paganos? No hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe (Ro 3:29-30).
 
El debate concluirá con una decisión de la koinonía en Jerusalén: Santiago, creyente judío conservador, argumentó que los profetas (Am 9:11-12) previeron que los paganos buscarían también a Dios, y que la Ley de Moisés permitía a los no circuncisos vivir en el pueblo de Dios siempre que se abstuvieran de ciertas impurezas (Hch. 15:13-21). Así, Pedro, Juan y Santiago dieron a Pablo la mano y extendieron, con ese gesto, la koinonía a los creyentes incircuncisos. De esta manera se abre libremente el camino de la evangelización hasta los confines de la tierra.
 
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